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39. Cae la noche tropical



Cae la noche tropical
Manuel Puig

Capítulo 3
El timbre a las diez

Resumen

Lluvia, encierro y recuerdos pesados dan el clima. Nidia amaneció “con mal día” y Luci intenta cuidarla con pequeñas cosas: mate, charla, recomendaciones. Entre quejas por el clima y taxis imposibles, aparece el núcleo emocional: el recuerdo duele más cuando no se sale; la casa se vuelve caja de resonancia. Hablan de los hijos de Luci —uno cerca, otro en Argentina—, de la plata justa, de la imposibilidad de viajar, de miedos triviales (los gatos) que se vuelven muros reales. La conversación salta a la vecina y su romance, y enseguida se enfoca en Silvia y él: una historia que Nidia quiere oír “paso a paso”, sin que Luci se adelante, porque en el detalle se juega el sentido.

El relato de Luci arma un derrotero preciso: primer encuentro en el bar, propuesta de cocktail, llamadas tardías, el “tono de voz” que a Silvia la dejó tomada, la semana de espera, la ansiedad al teléfono, el contestador, el miedo a perder la llamada por bajar al correo, el sábado que no llama, el llanto buscado con películas tristes (Vivien Leigh como espejo de destino), el domingo de huida a la playa con el contestador prendido, el lunes con mensajes mudos, la búsqueda detectivesca por ministerios y oficinas, el nombre común “Ferreira” que no ayuda, el alivio intermitente de datos sueltos y la angustia de volver a empezar. En paralelo, emergen escenas tiernas de vida doméstica de Nidia (galletitas en lata, escones, torrejas, sábados de tareas “que exigen”), y el núcleo de duelo nunca resuelto: Emilsen. La charla deriva en cómo la edad amplifica pérdidas y memoria.

La narración vuelve a Silvia: su lectura profesional de los afectos (metáforas de “pozo”, “gruta”, “equipo de rescate”), la hipótesis de un muchacho “en penitencia” adentro de la voz de él; Luci traduce en imágenes lo que Silvia le explicó mil veces. Finalmente, cuando la espera ya es extenuante, suena el giro: en una de esas líneas infinitas del Ministerio, atiende él. Quedan para el sábado a las 10. Silvia amanece descreída, sin arreglar la casa ni a sí misma, segura de que la van a dejar plantada; a las 10 en punto, suena el timbre. Es él. La escena cierra con ese golpe sereno: la realidad llega a la puerta cuando ya nadie se lo espera. Entre tanto, Nidia y Luci sostienen la tarde con mate, recuerdos, pequeñas discusiones y una ternura mínima, de silencios y paciencia.

Interpretación alegórica

El capítulo trabaja tres capas en contrapunto:

Capa íntima (Nidia y Luci). La lluvia encierra y aumenta el volumen del recuerdo. El cuidado se juega en lo chico: el agua de la pava, el azúcar del mate, la recomendación de “no llenar”, el “no grites”, el “no inventes cosas”. La ternura es doméstica, casi artesanal; administra la fragilidad. La casa es guarida y eco: el encierro protege y a la vez intensifica el dolor. La conversación no es lineal: es una respiración compartida, hecha de desvíos, bromas suaves, pequeñas ironías y pausas.

Capa narrativa de Silvia y él. Es la alegoría del deseo en la madurez: avanzar a tientas entre señales (una mirada, un tono de voz, un llamado fuera de hora), aplazamientos (cocktail que no fue, jueves perdido, sábado sin llamada), y un rastreo que bordea lo obsesivo pero también es supervivencia emocional. La “voz” condensa el conflicto: para Silvia, ahí habita un “muchacho” no reconocido, una zona intacta que no envejeció y pide ser escuchada. La metáfora del “pozo/gruta” ubica el duelo como espacio físico: se cae, se aferra, se congela, se espera rescate. La clínica oncológica, la viudez, el Ministerio, el contestador: instituciones y máquinas rodean el corazón que intenta decir algo. El timbre a las 10 es el yes final de lo real interrumpiendo la fantasía y, a la vez, cumpliéndola.

Capa ética y de duelo (Nidia/Luci/Emilsen). La conversación sobre películas tristes (Vivien Leigh) es un espejo doble: destino como nube negra que tapa el mundo, y la pregunta sobre si entrar en esa nube o no. Nidia no quiere perderse en lo oscuro; Luci sabe que el pensamiento insiste. La frase “tus dos hijos están sanos” marca una ética del límite: no fabular de más cuando la realidad ya duele suficiente. El duelo por Emilsen está siempre; el presente de Silvia reaviva la pregunta por lo que salva y lo que se hunde. En ese borde, las dos señoras sostienen una ética de la ternura: cuidar, escuchar, no apurar la anécdota, respetar el ritmo del otro. La lluvia afuera legitima quedarse adentro; la escena hace de la casa un lugar donde el mundo (ministerios, consulado, clínicas) se vuelve narrable y, por momentos, habitable.

En suma: el capítulo piensa el amor y el duelo en tiempos largos. Amar es insistir sin garantías (Silvia), y envejecer es aprender a cuidar sin prometer salvaciones (Nidia y Luci). La lluvia, las colas telefónicas, los horarios precisos y el timbre a las 10 componen una liturgia mínima donde la vida, a veces, cumple.

10 claves de lectura

Lluvia/encierro: catalizador de memoria y fragilidad; la casa como caja de resonancia.

Mate y cocina: lenguaje del cuidado; ética de lo cotidiano que ordena el dolor.

Hijos sanos: ancla realista frente a la imaginación catastrófica.

Gatos/fobias: pequeñas aversiones que se vuelven fronteras afectivas.

Silvia detective: deseo como investigación; rastreo administrativo del amor.

La voz de él: metáfora del “muchacho en penitencia”; núcleo no envejecido.

Pozo/gruta: espacialización del duelo; salvar/no salvar, tiempo y riesgo.

Vivien Leigh: cine como espejo de destino; llorar para tramitar la espera.

Sábado a las 10: ritual del encuentro; exactitud horaria vs. incredulidad afectiva.

Ternura mínima: correcciones suaves, silencios, repeticiones; sostener sin épica.

5 preguntas guía para reflexionar

¿Cómo actúa la lluvia en el ánimo: abrigo o amenaza?

¿Qué gestos domésticos de cuidado (pava, mate, galletitas) sostienen lo que las palabras no pueden?

¿El rastreo de Silvia es amor, necesidad, terapia o todo junto?

¿Qué “muchacho en penitencia” guardamos en la voz, y cómo se lo escucha sin idealizarlo?

¿Por qué el timbre a las 10 emociona más que cualquier declaración: qué promesa concreta trae el sonido de una puerta?

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Lo alegórico en Cae la noche tropical (hasta el capítulo 3)

Desde sus primeras páginas, Cae la noche tropical propone una estructura narrativa engañosamente simple: dos hermanas mayores, Luci y Nidia, conversan al atardecer en un departamento de Río de Janeiro. Sin embargo, en esa aparente sencillez se despliega un tejido de sentidos alegóricos que exceden lo anecdótico y lo testimonial. La novela trabaja lo íntimo como umbral de lo simbólico, haciendo de cada escena doméstica una escena del alma.

Uno de los núcleos alegóricos más evidentes es el que se articula en torno a la figura de Silvia, la vecina cuya historia es relatada por Luci y comentada por Nidia. Aunque Silvia aparece solo a través del relato oral de Luci, su figura actúa como catalizador de una serie de temas universales: el deseo que reaparece en medio de la estabilidad, la memoria como zona activa del presente, y el doble como metáfora de lo que no se resolvió. Silvia, al encontrarse con un hombre que le recuerda a un amor pasado, revive emociones que creía extinguidas. El parecido no es exacto, sino transformado, idealizado, “dibujado” (como lo plantea el texto): se trata de un pasado reimaginado que retorna disfrazado de posibilidad futura.

En ese sentido, Silvia encarna una alegoría del deseo persistente. Incluso en un marco de vida matrimonial aparentemente estable, algo del orden de la pulsión irrumpe, desarma lo dado y reabre una dimensión afectiva que parecía clausurada. El deseo no responde a coordenadas racionales ni morales: es una fuerza que atraviesa la memoria, toma formas nuevas y se proyecta como espejismo. La frase que cierra el capítulo 1 (“Éste no, era alguien que no se iba a tumbar muy fácil...”) representa, en clave simbólica, esa necesidad de que el deseo tenga ahora una forma más fuerte, más resistente que la del pasado.

Otro eje alegórico central es la conversación misma entre Luci y Nidia. No se trata solo de una charla entre hermanas, sino de una práctica de escucha y relectura emocional que convierte a la palabra en refugio, y al relato ajeno en forma de permanencia vital. Las preguntas de Nidia, sus interrupciones, sus hipótesis, muestran que escuchar también es una forma de vivir. Ella no solo quiere saber qué pasó con Silvia: quiere sentir algo a través de lo que Silvia vivió. Así, Nidia funciona como alegoría del deseo de permanecer en contacto con la vida a través del relato. Frente al envejecimiento y la pérdida de protagonismo social, la escucha atenta se vuelve una forma de habitar el mundo emocional.

Por su parte, Luci representa la figura de la mediadora de sentido. Ella recuerda, transmite, recrea. Pero no lo hace como narradora omnisciente ni como chismosa: lo hace como alguien que cuida lo que ha recibido, que da a la palabra del otro el valor de un tesoro afectivo. Su forma de contar sugiere que en la palabra se conserva algo más que información: se conserva una temperatura emocional, una vibración. Luci es alegoría de la transmisión, no solo de hechos sino de experiencias vividas con densidad afectiva.

En el capítulo 2, el relato se abre hacia una dimensión literaria que amplía el registro simbólico. Cuando Ignacio dice que vive en un “páramo”, Luci lo conecta con su recuerdo de los paisajes de Cumbres borrascosas y el mundo de Emily Brontë. Este pasaje introduce otra alegoría potente: el paisaje como espejo del alma. El páramo —gris, desolado, atravesado por ráfagas de luz y niebla— se vuelve imagen de ciertos estados vitales donde lo inhóspito y lo bello conviven. “No lo quiere nadie”, dice Luci, pero sin condena: lo dice como quien nombra algo propio.

La alegoría del páramo funciona entonces como contracara de la historia de Silvia: si ella encarna la reactivación del deseo en la vida urbana y cotidiana, el páramo representa la otra posibilidad, la del repliegue, la soledad, el silencio interior. Pero no como derrota, sino como otra forma de intensidad. El espejismo de la casa en medio del páramo, que Luci creyó ver, agrega una capa simbólica adicional: lo que creemos ver puede no ser real, pero no por eso deja de afectarnos. Es una metáfora del deseo mismo: una imagen que nos guía, aunque se disuelva.

En conjunto, los primeros tres capítulos configuran un sistema de alegorías que se entrelazan: Silvia como figura del deseo persistente y reenfocado; Luci como símbolo de la memoria afectiva y la mediación oral; Nidia como representación de la escucha activa que reanima; el páramo como estado del alma; el espejismo como forma poética del deseo. A través de estos elementos, Puig construye una novela donde la palabra íntima se convierte en mapa simbólico, y la conversación cotidiana se eleva a reflexión existencial. La alegoría no es un recurso decorativo: es el corazón pulsante del texto.


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