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Lo alegórico en Cae la noche tropical (hasta el capítulo 3)
Desde sus primeras páginas, Cae la noche tropical propone una estructura narrativa engañosamente simple: dos hermanas mayores, Luci y Nidia, conversan al atardecer en un departamento de Río de Janeiro. Sin embargo, en esa aparente sencillez se despliega un tejido de sentidos alegóricos que exceden lo anecdótico y lo testimonial. La novela trabaja lo íntimo como umbral de lo simbólico, haciendo de cada escena doméstica una escena del alma.
Uno de los núcleos alegóricos más evidentes es el que se articula en torno a la figura de Silvia, la vecina cuya historia es relatada por Luci y comentada por Nidia. Aunque Silvia aparece solo a través del relato oral de Luci, su figura actúa como catalizador de una serie de temas universales: el deseo que reaparece en medio de la estabilidad, la memoria como zona activa del presente, y el doble como metáfora de lo que no se resolvió. Silvia, al encontrarse con un hombre que le recuerda a un amor pasado, revive emociones que creía extinguidas. El parecido no es exacto, sino transformado, idealizado, “dibujado” (como lo plantea el texto): se trata de un pasado reimaginado que retorna disfrazado de posibilidad futura.
En ese sentido, Silvia encarna una alegoría del deseo persistente. Incluso en un marco de vida matrimonial aparentemente estable, algo del orden de la pulsión irrumpe, desarma lo dado y reabre una dimensión afectiva que parecía clausurada. El deseo no responde a coordenadas racionales ni morales: es una fuerza que atraviesa la memoria, toma formas nuevas y se proyecta como espejismo. La frase que cierra el capítulo 1 (“Éste no, era alguien que no se iba a tumbar muy fácil...”) representa, en clave simbólica, esa necesidad de que el deseo tenga ahora una forma más fuerte, más resistente que la del pasado.
Otro eje alegórico central es la conversación misma entre Luci y Nidia. No se trata solo de una charla entre hermanas, sino de una práctica de escucha y relectura emocional que convierte a la palabra en refugio, y al relato ajeno en forma de permanencia vital. Las preguntas de Nidia, sus interrupciones, sus hipótesis, muestran que escuchar también es una forma de vivir. Ella no solo quiere saber qué pasó con Silvia: quiere sentir algo a través de lo que Silvia vivió. Así, Nidia funciona como alegoría del deseo de permanecer en contacto con la vida a través del relato. Frente al envejecimiento y la pérdida de protagonismo social, la escucha atenta se vuelve una forma de habitar el mundo emocional.
Por su parte, Luci representa la figura de la mediadora de sentido. Ella recuerda, transmite, recrea. Pero no lo hace como narradora omnisciente ni como chismosa: lo hace como alguien que cuida lo que ha recibido, que da a la palabra del otro el valor de un tesoro afectivo. Su forma de contar sugiere que en la palabra se conserva algo más que información: se conserva una temperatura emocional, una vibración. Luci es alegoría de la transmisión, no solo de hechos sino de experiencias vividas con densidad afectiva.
En el capítulo 2, el relato se abre hacia una dimensión literaria que amplía el registro simbólico. Cuando Ignacio dice que vive en un “páramo”, Luci lo conecta con su recuerdo de los paisajes de Cumbres borrascosas y el mundo de Emily Brontë. Este pasaje introduce otra alegoría potente: el paisaje como espejo del alma. El páramo —gris, desolado, atravesado por ráfagas de luz y niebla— se vuelve imagen de ciertos estados vitales donde lo inhóspito y lo bello conviven. “No lo quiere nadie”, dice Luci, pero sin condena: lo dice como quien nombra algo propio.
La alegoría del páramo funciona entonces como contracara de la historia de Silvia: si ella encarna la reactivación del deseo en la vida urbana y cotidiana, el páramo representa la otra posibilidad, la del repliegue, la soledad, el silencio interior. Pero no como derrota, sino como otra forma de intensidad. El espejismo de la casa en medio del páramo, que Luci creyó ver, agrega una capa simbólica adicional: lo que creemos ver puede no ser real, pero no por eso deja de afectarnos. Es una metáfora del deseo mismo: una imagen que nos guía, aunque se disuelva.
En conjunto, los primeros tres capítulos configuran un sistema de alegorías que se entrelazan: Silvia como figura del deseo persistente y reenfocado; Luci como símbolo de la memoria afectiva y la mediación oral; Nidia como representación de la escucha activa que reanima; el páramo como estado del alma; el espejismo como forma poética del deseo. A través de estos elementos, Puig construye una novela donde la palabra íntima se convierte en mapa simbólico, y la conversación cotidiana se eleva a reflexión existencial. La alegoría no es un recurso decorativo: es el corazón pulsante del texto.