Capítulo 7
Ojos bajo tormenta
Resumen
El capítulo abre con una carta “Para entregar á Senhora Luci”, escrita por Silvia a las 2 de la mañana. La letra temblorosa anticipa el derrumbe: se declara “vencida, humillada, abandonada” y confiesa que sólo la sostiene la posibilidad de un milagro —el teléfono que suene—. Dice que quiere, por fin, explicarle a Luci la mirada de Avilés (el mexicano), algo que antes no pudo por vergüenza. Describe cómo esos ojos, al verla entrar en la biblioteca, parecían decir sin palabras que la necesitaban; sin embargo, enseguida desarma su ilusión: lo que ella creía ver tal vez era sólo su propio deseo de ser necesaria.
La carta va y viene entre Avilés y Ferreira. Los mira como “chicos extraviados” que hallan, al verla, el camino a casa; pero acepta que eso fue una fábula que ella se contó. Admite su error capital: haber dejado ver su desesperación. A los 46 años, con una vida de trabajo, estudios y adaptaciones, confiesa depender de un llamado para poder respirar. Se autodefine “bledo” tras mirar el diccionario, en un gesto amargo y cómico a la vez.
Aparece la gran imagen: las tormentas del Ajusco en Ciudad de México. Avilés —dice— le enseñó a no temer a los rayos; esa confianza, transmitida por una mirada, era su refugio. Ahora, sin ese amparo, sólo le queda “pellejo”. La carta revela un dato oculto: en la primera visita de Ferreira a su casa, segundos después del clímax, él casi vomita. Lo lee como ataque de culpa y rechazo: ella —“sustancia vomitiva”, ipecacuana— sería para él un veneno. En la isla no hubo sobresaltos, pero en su departamento quedó la escena vergonzosa que, cree, explica el posterior abandono. Termina asumiendo que no puede “hacer el esfuerzo de vivir” sin él: Ferreira la vuelve joven, buena, con ganas. Sin eso, prefiere la muerte definitiva. Cierra con un abrazo para Luci.
El capítulo vuelve al dormitorio de las hermanas. Nidia está con un “malestar general” que funciona como espejo de la crisis de Silvia; Luci la calma: en la clínica dijeron que está fuera de peligro tras el lavaje de estómago. Discuten sobre la ética del vigía nocturno y la necesidad de tenerlo. Nidia confiesa que anoche dejó sonar el teléfono y colgó cuando atendió: cree que era Ferreira. Luci se alarma: Silvia no quiere que él sepa lo ocurrido. A la vez, Nidia necesita “aire”, pide salir; Luci no tiene fuerzas.
Golpea el portero eléctrico: el guardián trae los anteojos que Luci olvidó en casa de Silvia y cuenta que limpió el baño. Nidia le ofrece un merengue y tantea la posibilidad de que la acompañe a caminar por la tarde. El episodio matiza ternura y precariedad: hambre, sueño, cuidado. Cierra con un gesto mínimo y doméstico: Luci, con “languidez de estómago”, pide un merengue.
Interpretación alegórica
El capítulo teje, con una carta en la madrugada y la respiración cansada de dos hermanas, una meditación sobre la mirada y el amparo. La “mirada de Avilés” concentra lo que Silvia busca: un techo que no deje pasar la tormenta. En la imaginación, el Ajusco y sus rayos son la intemperie total; la mirada amada, el refugio. La clave está en que ese techo no existe por sí mismo: lo construye ella al creer. Por eso, cuando deja ver su desesperación, se le cae el techo; y cuando el cuerpo de Ferreira responde con náusea, la ficción se rompe de modo atroz: el amado se vuelve “sustancia vomitiva”, inversión cruel de la “panacea” que ella necesitaba ser. El amor, que debía curar, se vuelve intolerable para él; lo que la salva a ella, lo intoxica a él.
El teléfono es el nuevo rayo: puede matar o salvar. Un llamado atiende a la vida; un timbrazo perdido es la catástrofe. El error de Nidia al colgar dramatiza cómo el destino amoroso de Silvia pende de hilos ínfimos y ajenos. El vigía es un ángel modesto: limpia el baño, trae anteojos, acepta una caminata futura; su hambre y su pudor lo vuelven figura de bondad precaria. En contraste, Ferreira, que debería cuidar, desaparece. La isla del capítulo anterior fue espejismo; la ciudad nocturna, con portero eléctrico y merengues viejos, es lo real.
La carta funciona, además, como autoanálisis fallido: Silvia intenta dar con “la mirada de Avilés”, pero descubre que lo único que puede describir con precisión es su propio anhelo. Vuelve a sus técnicas —“juego de las imágenes”— y produce metáforas bellas (la piel que apaga el rayo), pero la terapia no cura su herida. El saber no baja al cuerpo. Por eso el texto corre entre alta lucidez y confesión de impotencia. El amor aparece como necesidad primaria de aire (“oxígeno”) y techo (“mirada”); sin eso, se vuelve asma existencial.
En la pieza contigua, Luci y Nidia encarnan la ética mínima del cuidado: vigilar, preparar té, sostener con palabras, ofrecer una salida a caminar. La ternura se cifra en minucias: un guardián que devuelve unos anteojos; un merengue compartido; una indicación práctica para manejar el teléfono si llama “él”. El mundo exterior —hombres que no llaman, rayos, clínicas— insiste; ellas responden con gestos pequeños, casi invisibles, que mantienen a raya la intemperie. En ese contrapunto, el capítulo afirma su núcleo: la vida se sostiene en lo ínfimo, aunque lo grandioso (la mirada amada, el rayo) sea lo que parece decidirlo todo.
10 claves de lectura
Carta a las 2 de la mañana: escritura como último dique contra el hundimiento.
“Mirada” y “techo”: el amor como refugio que ella fabrica al creer.
Ajusco y rayos: metáfora de la intemperie anímica; miedo controlado por una voz amada.
Ipecacuana: inversión feroz de la panacea; el cuerpo del otro rechaza lo que ella ofrece.
Teléfono/portero eléctrico: tecnología de la esperanza y del desastre.
Vigía hambriento: figura del cuidado humilde; contrapunto al abandono de Ferreira.
Nidia que cuelga: azar y culpa en el engranaje mínimo que decide destinos.
Diccionario y “bledo”: autoironía que revela valor cero en la balanza afectiva.
Merengues viejos: dulzura rancia como signo del consuelo posible en la vejez.
Ternura doméstica: ética de lo pequeño frente al espectáculo de la catástrofe amorosa.
5 preguntas guía para reflexionar
¿Qué fabrica exactamente Silvia cuando habla de “la mirada” que la protege: un recuerdo, una fantasía, una fe?
¿Cómo leer la náusea de Ferreira: culpa, rechazo, pánico, síntoma de duelo no resuelto?
¿Por qué el azar minúsculo (un llamado colgado, un guardián atento) pesa tanto más que los grandes discursos?
¿En qué medida la carta, como autoanálisis, alivia o agrava la herida de Silvia?
¿Qué nos dice el cuidado entre Luci y Nidia sobre modos de sostener la vida cuando el amor falla?
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Capítulo 8
Verde claro, verde fuerte
Resumen
El capítulo se arma como un tríptico epistolar que, leído en voz baja, parece una vigilia de madrugada. 1) Luci escribe desde Lucerna (8/10/1987). El viaje fue fácil (fila vacía en Varig), pero la ciudad le resulta una “heladera”: demasiado cara, ordenada y fría para su edad. Extraña el calor humano de Río, su rutina mansa y, sobre todo, el jardincito que cuidaba. Se resiste a mudarse definitivamente, aunque entiende que el traslado sería un salto en la carrera del Ñato. Con ternura confesional, le agradece a Nidia haberla “acompañado” a distancia y vuelve sobre Silvia: confirma que Ferreira llamó y que el reencuentro existió, pero la vecina ya no siente lo mismo; algo “se heló adentro” tras la ofensa. 2) Nidia responde desde Río (15/10/1987). Decide quedarse para regar las plantas y no ceder al miedo. Su soledad se amortigua con Ronaldo, el vigía nocturno del edificio de Silvia, muchacho de mirada triste que la acompaña a caminar. Nidia narra la pobreza de su historia (Nordeste, trabajo precario, hija muerta, dormir en una obra) con una compasión que ilumina, a la vez, la vulnerabilidad propia. En esas caminatas lentas, Nidia encuentra aire, compañía y un modo de sostener la noche. 3) Alfredo, el hijo de Luci, escribe a Silvia (21/10/1987): comunica la muerte súbita de su madre, serena, “con las manos como acariciando la almohada”. Pide ayuda: la familia decidió ocultarle la noticia a Nidia —sola en Río y frágil— hasta que regrese a Buenos Aires. El jardín, las llamadas, el portero nocturno, el teléfono que a veces suena y a veces no: todos los hilos cotidianos quedan, de golpe, en suspenso.
El clima general es de silencio y cuidado: 2 señoras mayores se sostienen a través de cartas que son casi susurros; alrededor, un mundo caro, frío o desparejo (Lucerna, la obra en construcción, la guardia nocturna) contrasta con los gestos minúsculos que dan abrigo: regar, acompañar, mentir “para proteger”, preparar un té, pasar la noche velando. Así, la ternura —y su ética mínima— se levanta contra el miedo, la distancia y la muerte.
Interpretación alegórica
Este capítulo condensa 3 tensiones: desarraigo, clase y finitud. El desarraigo aparece en Luci frente a Lucerna: orden perfecto, precios altos, calefacción cerrada… y, sin embargo, intemperie. Lo “modélico” europeo es, para la vejez, una intemperie que no se ve: la heladera sin afecto. Río, en cambio, es calor, demora, porteros que te conocen por el nombre, plantas que crecen “verde claro → verde fuerte”. El jardín es la gran alegoría: tener raíces, regarlas, tocar la tierra para comprobar si aún hay humedad; una pedagogía del cuidado que también guía el vínculo con Nidia y, más lejos, con Silvia. Cuidar, aquí, no es un sentimiento sino una práctica cotidiana.
La dimensión de clase entra con Ronaldo. Nidia lo mira sin exotismo ni lástima fácil: reconoce en sus ojos el peso de los recuerdos y en su trabajo nocturno la exposición al riesgo (asalto, precariedad, sueño a deshora en la obra). La ciudad que para los turistas es postal —playa, bares, luna— para él es guardia, hambre y escalera de servicio. Ese contrapunto afina el oído del capítulo: mientras la televisión europea promete “confort”, la carta enseña que el verdadero abrigo es la presencia compartida, aunque sea a paso lento y con un chico humilde ofreciéndote el brazo. Dos soledades —una anciana y un vigía— se acompañan sin reclamar nada; esa escena simple corrige, en silencio, el desamparo estructural.
La finitud cae sin estrépito: Luci muere “serenamente”, a la mañana, después del café. La muerte no ocupa el capítulo con alharaca; se filtra como sucede en la vida: en mitad de planes, listas, postales, pequeñas discusiones sobre si volver o no. La decisión familiar de ocultarle a Nidia la noticia abre un dilema ético que Puig viene trabajando: ¿hasta dónde es lícito “inventar” para cuidar? Aquí la mentira piadosa —como antes la “urgencia” para forzar la llamada de Ferreira— es la versión doméstica del montaje narrativo: editar el dolor para que el otro resista. En paralelo, Silvia “desinfla el globo” del enamoramiento: lo íntimo ya no se sostiene con fantasías; si no hay oxígeno —ese motivo que viene de la isla—, el globo cae. La novela a esta altura parece decir: frente a la vejez, el desarraigo y la inequidad, el único contrapeso real es la ternura organizada —regar, acompañar, atender el portero, escribir de madrugada—; y aun así, la noche a veces gana.
10 claves de lectura
Tríptico epistolar: 3 cartas que funcionan como 3 escenas en luz baja.
Jardín = raíz/memoria: regar es sostener la vida propia y la del otro.
“Heladera” suiza: confort sin calor; orden que congela.
Economía afectiva: compañía barata (Ronaldo) vs lujo inútil (Europa carísima).
Ojos de Ronaldo: sombra = recuerdos; vigía como ángel nocturno.
Mentira piadosa: editar la verdad para amortiguar el golpe.
Teléfonos que fallan: azar, demora, destino; el hilo de la vida pende del timbre.
Silvia “desenamorada”: delirio → desencanto; el globo sin oxígeno cae.
Muerte serena: interrupción mínima que reordena todo lo demás.
Ternura como ética: gestos chicos (caminar, servir, regar) contra invierno, pobreza y soledad.
5 preguntas guía para reflexionar
¿Qué enseña el jardín de Luci sobre cómo vivir y despedirse?
¿La mentira para “proteger” a Nidia cuida… o infantiliza?
¿Qué cambia en la lectura del deseo cuando Silvia “se enfría” por dentro?
¿Cómo reconfigura Ronaldo la mirada de Nidia sobre su propia fragilidad?
Si la muerte entra “sin ruido”, ¿qué lugar le queda a la palabra (carta, llamada) para sostener a los vivos?
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Material complementario
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